sábado, 8 de enero de 2011

Fumar es un placer...



O eso cantaba Sara Montiel. Ahora se ha convertido en la espina dorsal de la existencia de algunas personas, llegando al punto de enfrentarse a multas millonarias por defender lo que algunos insisten en llamar costumbre.

Yo creía que a estas alturas ya sabíamos todos la diferencia entre una costumbre y una adicción; también creía que estábamos de acuerdo en que el tabaco es cancerígeno y que es mejor no empezar que tirarte media vida intentando dejarlo. Pero no, acabo de cerciorarme de que hay gente que estos días se ha tomado el tabaco como uno de esos derechos constitucionales que nadie reclama ¿Alguien ha sido convocado a una protesta para exigir vivienda, trabajo o sanidad dignas? Pero sí he visto manifestaciones exigiendo el derecho a hacer botellón o para que los homosexuales no tengan derecho a ser considerados familias.

Todo es cuestión de educación, de buena educación. ¿Qué son más los fumadores que los demás adictos? ¿Acaso nos agradaría que nuestros hijos vieran a alguien poniéndose una raya o un pinchazo de heroína? No, no, no se me escandalice nadie, que al fin y al cabo ellos no me pasan a mi parte de su veneno en forma de humo. Si la adicción a la cocaína no la admitimos por destructiva, por mal ejemplo, ¿Por qué tenemos que aceptar compartir el humo de otro adicto? ¿Por qué su comportamiento ha de verse como algo cotidiano y normal por los críos? ¿Es que alguno de esos fumadores que han llegado a agredir a otros por defender su derecho a fumar en lugares cerrados, sería capaz de animar a sus propios hijos a empezar con el cigarrillo? ¿Lo haría? ¿Es que nadie se ha dado cuenta de que esta agresividad sólo se produce al intentar enfrentar una adicción?

Seamos sensatos y no saquemos las cosas de quicio: Fumar, alcoholizarse o cualquier actitud que no traiga absolutamente ningún beneficio para nuestro cuerpo, y sí unas cuantas pedradas a nuestro cerebro, son comportamientos que debemos hacer lo más en privado posible (por mí, cada uno que haga lo que quiera en su casa) para que, por una parte, otros no conozcan ni usen nuestra debilidad (cualquier adicción nos pone en manos de los demás) y, por otra, no demos la oportunidad de que los más jóvenes imiten una actitud indeseable.

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