Siempre he pensado que lo más difícil en la vida era encajar los fracasos, vivir deseando, lamentando, sobreviviendo. Pero ahora lo veo de otro modo. Da la impresión de que estuviéramos programados para el anhelo, para desear sin descanso. Toda la vida luchando por ese coche más grande, la casa con más espacio o con jardín, una subidita más de salario porque lo necesitamos… En realidad, si hubiéramos hecho una lista de las cosas que creíamos indispensables para nuestra felicidad hace 20 años, seguramente no aparecerían muchas de las cosas imprescindibles hoy.
Y luego ocurre que cuando conseguimos algo que hemos deseado con mucha intensidad o durante mucho tiempo, su consecución, más que alegría, nos deja un inexplicable agujero en la mitad del alma. De repente tenemos un montón de energía, la que generábamos para perseguir nuestro deseo, sin un objetivo, sin trabajo que hacer: en el paro.
Encajar el éxito es muy difícil. Es como la amistad, todo el mundo tendrá un poco de lástima para ti si las cosas te van mal, pero sólo los amigos sabrán acompañarte en tu éxito. Todo parece al revés ¿verdad?
Pero no, todo está perfecto así.
¿Qué pasaría si llegar fuera el final del camino? Imaginaos, vegetaríamos felices tras cualquiera de los éxitos de nuestra vida: aprender a montar en bici, entrar en el equipo de natación, dormir sin luz… Nadie habría llegado a tener una medalla olímpica, no habríamos construido satélites, ni pintado la Capilla Sixtina, no sabríamos meditar, ni el nombre de las estrellas.
Cada éxito es sólo un escalón más. Quizá si lo vemos así, disfrutaremos más persiguiendo cosas que deseamos, y nos angustiaremos menos cuando las tengamos.
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