martes, 18 de agosto de 2009

Santuario




Últimamente he vuelto a mi afición por los documentales de astronomía y cosmología; los descubrimientos son tan escasos y tan reveladores que me resultan abrumadores: que si en verdad hay once dimensiones, que si la materia oscura compone el 95% del Universo… Para mí es como vivir otra vida, la de las cosas descomunales, imposibles, donde los límites de tu imaginación son hasta ridículos, y hay que inventar nuevas maneras de escribir cifras colosales. Es emocionante. Me encanta ver cómo los científicos son capaces de llegar a conclusiones asombrosas por un pequeño rastro, cómo las matemáticas te descubren algo que tardarás décadas en demostrar empíricamente, o cómo los físicos son capaces de ver en sus fórmulas un Universo que aún no se nos ha revelado.

El tiempo que dura el documental me siento como si formara parte de toda esa investigación, y hasta me siento orgullosa de sus logros como si yo también hubiera participado.

Hace poco, en uno de esos documentales, se contaba cómo se había iniciado la era espacial, casi por accidente y gracias a la cabezonería de algunos científicos, y el tesón de Kennedy, que por lo visto fue el ingrediente clave para el sobreesfuerzo que llevó a los americanos a la Luna.

Me di cuenta de que en el principio las cosas no eran tan “divertidas” como ahora, yo ni siquiera supe en su momento que Laika nunca regresó; cuando me enteré de la verdad, no os imagináis la grima que me dio pensar en una nave por ahí perdida, con el pequeño cadáver de la perrita. En nuestros días puede haber accidentes, como que explote un cohete o cualquier cosa, pero se sabe que lo normal es que as personas vayan al espacio, y vuelvan. Pero Yuri Gagarin sólo tenía la certeza de que un ser vivo podía ir. No había pruebas de que pudiera volver, sólo números y probabilidades. De repente me di cuenta de la verdadera importancia de la hazaña de ese hombre: Él no sabía si iba a volver.

Pero fue.

No me imagino lo que pudo motivar a este hombre a darlo todo por nada, y después de él fueron otros los primeros: primeros en exponer sus cuerpos a la crueldad del espacio, con tan sólo un traje de separación; entre su piel y la nada; primeros en caminar por la superficie de un satélite natural; primeros en vivir fuera de nuestra atmósfera. En el documental los ves haciendo bobadas sin gravedad, o jugando como niños en la superficie lunar, saludando durante uno de los paseos espaciales. Están viviendo cosas que los demás sólo podremos imaginar. Pero cuando les preguntaban qué fue lo que más les impresionó de su experiencia, curiosamente todos coinciden en lo mismo: Fue su visión de la Tierra como un todo, lo que les emocionó.

La carrera espacial comenzó en plena guerra fría, en la que las divisiones y fronteras eran lo más importante, el ser mejor que los americanos o los rusos. Y de repente, allí afuera, resulta que eran incapaces de ver esas fronteras, y los astronautas y cosmonautas tenían más en común entre ellos que con sus paisanos, y los físicos de ambos países hablaban el mismo idioma, las matemáticas. Las intrigas políticas se veían tan absurdas e infantiles…

Desde allí fuera vieron que nuestro pequeño planeta está lleno de color y variedad, nos da alimento y aire para respirar, y los 100 kilómetros de su atmósfera bastan para protegernos de la mortífera radiación solar, del frío del espacio y de su color negro impenetrable. La palabra que se me vino a la cabeza fue santuario.


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