sábado, 23 de mayo de 2009

Paraísos perdidos


Así es como llamo a esos lugares o momentos que a veces añoramos, que generalmente no sabemos identificar, y cuya ausencia y recuerdo nos producen una extraña sensación de tristeza y bienestar inexplicables. Hoy es uno de esos días.

Llueve. Normalmente la lluvia no me gusta, mejor dicho, no me gustan los días lluviosos porque no hay sol, hay que ir con paraguas, te manchas los pantalones, vamos, que los de lluvia son días incómodos. Pero la lluvia en sí me parece deliciosa, huele todo a limpio y nuevo, los colores contrastan fuertemente con el gris plomo del cielo, el suelo se llena de espejos improvisados, y los árboles parecen despedir alegría y vitalidad. Y también me recuerda a Ratingen. Me han hecho falta casi 30 años para darme cuenta de qué me traía a mí la lluvia: me trae mi niñez en aquel lugar apacible y bonito; el precioso parque al que iba, y que tenía los toboganes más grandes que había visto nunca; me trae a Bronco, el primer perro al que quise como a alguien de mi familia, infatigable y paciente amigo de juegos y trastadas.

La lluvia está, en mi caso, indiscutiblemente unida a una época en la que soy capaz de recordar más cosas buenas que malas, supongo que igual que le pasa a todo el mundo con sus seis o siete años. La lluvia me trae el recuerdo de la felicidad, tal y como se vive cuando eres niña.

También me acuerdo de cuando tenía unos diez u once años, y vivía ya en Móstoles. Aquí la lluvia no era tan habitual como en Ratingen, y recuerdo con mucho gusto cuando llovía, porque tenía unas Katiuskas feísimas, azules y amarillas, que me ponía y tenían la sorprendente capacidad de dejarme pisar y saltar sobre cualquier charco sin que se manchara la ropa. En el colegio se reían de mi porque eran muy feas, pero curiosamente, a mí no me importaban las burlas, sólo quería que sonara la campana para saltar sobre todos los charcos que hubiera hasta llegar a mi casa, colorada de tanto correr y con el pelo mojada. Era una sensación increíble, y los demás tenían que ir arrugados bajo sus paraguas, sin disfrutar, sólo preocupados por no mojase los pies o la ropa.

Por eso me pone triste, no sólo porque el pasado no vuelve, sino porque jamás volveré a sentir nada con la intensidad y la inocencia de mis siete años. Y por eso me pone contenta también, porque es una bendición poder tener recuerdos tan llenos y tan dulces. Ya no me vuelvo loca intentando comprender cómo es posible que algo sea triste y alegre a la vez, he aprendido que estamos hechos así, de contrastes imposibles, negativo y positivo, sí y no, amor y odio... Y simplemente disfruto las sensaciones.


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