martes, 29 de julio de 2008

Llanuras castellanas


Últimamente he tenido la oportunidad de atravesar nuevamente parte de Castilla. Es una tierra que poca gente recuerda por su belleza y que, cuando preguntas, incluso la suelen describir como poco interesante, estéril, marrón. Yo esto lo achaco a que no se han fijado, porque quizá no es tan llamativa como un paisaje montañoso de Asturias, o como los colores de La Rioja, o los acantilados cántabros, es más bien una belleza serena que precisa de atención.

Observándola el otro día, de repente me pareció un cuerpo dormido, con la sencilla belleza de la piel desnuda: El color tostado del trigo, los ocres de la tierra, los amarillos de sus campos se me convertían en las luces y las sombras de los pliegues del cuerpo, con pequeñas colinas y valles suaves. Incluso los bosquecillos que sorprenden aquí y allá me parecían los rincones frondosos de nuestra geografía secreta. Si luego frecuentas sus pueblos, la gente, la gastronomía, pasa igual, todo tiene una sencillez contundente que a mí me cautiva.

Me encanta la llanura castellana, me gusta su niebla al amanecer que parece una gasa leve, me gustan los morados, malvas y dorados del atardecer que la convierten en oro viejo, y me encantan sus sombras en las noches de luna llena. En general me parece una tierra rica, fértil y generosa, pero callada y discreta, sólo a la vista de los que la puedan ver.

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