jueves, 13 de marzo de 2008

La echo de menos


Me gusta viajar en autobús, de hecho me gusta tanto, que me levanto media hora antes para viajar en bus en vez del combinado metro-tren que solía hacer por las mañanas, y por las tardes también renuncio a algunas comodidades con tal de volver en bus a casa. Puede parecer aburrido ver siempre el mismo paisaje, pero la verdad es que lo observo cada día, al ir y al volver. Me gusta ver a la gente, fijarme en las reformas que se van haciendo en los pisos, cómo son los coches ahora, a qué hora apagan las farolas, los nuevos comercios que van sustituyendo a los viejos, en definitiva, cómo pasa la vida en la ciudad.

Ayer el autobús no hacía el mismo camino de siempre, hay obras en algunas de las calles por las que pasa, y nos llevaba por otro lado, por un lado que conozco tan bien que me dolió volver a verlo. Me descubrí escudriñando la ventana de mi antigua habitación, que ahora tiene cortinas en vez de un estor negro; también había luz en la cocina y, por un momento, esperé ver a mi madre asomándose a tender la ropa. Sin saber por qué estaba mirando mi casa con los ojos de cuando era mi casa, mi barrio, y los recuerdos se convirtieron en un alud imparable, bello pero mortífero.

Recordé a la Sonia de 13 años, cuando apenas tenía amigos y sí mucho miedo, muchas preguntas, mucha pasión; o cuando tenía 16, tan peleona y contestona, necesitaba una razón para todo, no me valía el “porque sí” y no hacía más que meterme en problemas con los profesores, con los compañeros; cuando empecé a medir mis fuerzas con los demás, con el orden establecido, a faltar a clase, a salir con un chico, a ir a los piques de break-dance, a maquillarme a escondidas. Me vi con 18 años cuando iba con mis amigos heavys, esos que me rescataron de la tristeza y me enseñaron otra forma de ser y de ver las cosas; me recordé a los 23, queriendo ser mayor para que se me tuviera en cuenta, para tener mi propia vida, enfadada con todo el mundo, tierna e intransigente. Y recuerdo cuando nació la Sonia que quería ser otra Sonia, la que lleva conmigo casi una década.

Ayer me di cuenta de que echo de menos a esa otra Sonia, a la niña enfadada porque no entendía a la gente, a la heavy escandalosa que iba marcando territorio, a la chica insegura y desafiante. Y la echo de menos porque esa chica creía tanto en que un mundo mejor era posible, que cada día se dejaba la piel buscándolo o fabricándolo si era necesario; tenía ilusión, sufría decepciones porque confiaba en la gente, la engañaban porque tenía fe, vivía a flor de piel.

Vi que la he intentado desterrar a ella y a Móstoles con la excusa de que los odio a ambos, pero la verdad, esa que llamamos “de la buena”, es que echo de menos ser esa Sonia viva, la verdad es que siempre seré de Móstoles, de Corona Verde, del cuarto piso sin ascensor donde se han desarrollado tantos episodios de mi vida buenos o malos, divertidos o tristes, pero tan míos como la persona en que me convertí gracias a ellos. Y ese descubrimiento me cayó encima, entró por mi estómago y me llenó por dentro hasta el extremo de los dedos.

Luego desbordó por mis ojos ávidos aún reconociendo los escenarios de mi juventud.

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