viernes, 16 de noviembre de 2007

Neandertal



Un jueves cualquiera de los que no tienen nada de especial. Voy bien de hora, normalmente no espero al metro de la línea 10 a las 8:20, suelo ir más pillada y hasta y media no llego. Pero lo que son las cosas, hoy que llego pronto, me encuentro que el andén está hasta arriba. Qué mala pinta, para que haya tanta gente no debe de haber pasado uno desde hace por lo menos 8 minutos, y en el panel pone que el siguiente dentro de otros 6. Mis vecinos de andén miran el display con odio, resoplan, suspiran, y yo sonrío porque ya sé que alguien va a dejar salir su frustración contra otra persona.

Por fin se oye el tren. Todos apretados en primera fila, no pasa ni el aire. Si ha tardado tanto, vendrá hasta arriba y sólo podremos entrar unos pocos en cada puerta, así que la toma de posiciones es lo que marca la diferencia entre entrar o quedarte otros quince minutos. Yo me he colocado justo en el centro de la puerta que mejor me viene en destino, si consigo ponerme en un lado, cerca de los asientos, me llevaré menos empujones. Pero claro, la cosa no es tan fácil; cuando el tren se para vemos que todos los sitios, incluso los menos convenientes, están ocupados, ¡qué cabrones, cómo se lo saben! Ahora lo único importante es entrar, da igual que “te entren”, si hay sitio, hay una oportunidad. Ya me he quitado el abrigo porque si no, la temperatura luego sube como a treinta y cinco grados y sudas hasta por las rodillas, es digno de estudio; tengo bien agarrados el bolso, la bolsa de la comida y otra con ropa para cambiarme, porque esta noche tenemos una cena informal en la empresa. Se abre la puerta... y entro. Sí, he conseguido entrar. Estoy pegada a una chica, pero gracias al abrigo y las bolsas, tenemos un mini espacio que nos da un respiro. No ha ido mal del todo. De todas formas, como estamos tan pegadas, me pongo un chicle en la boca por aquello del aliento.

Segunda parada, no va mal la cosa, en cada estación se abren solas las puertas, y así podemos respirar un poco de aire fresco. No entra nadie sencillamente porque ven que no se puede, así que ellos nos ven la cara de comprimidos, y nosotros su cara de resignación.

En la tercera parada viene el primer inconveniente, hay una mujer que ha decidido que aún cabe un cuerpo más, y en cuanto se abren las puertas empieza a cargar sobre mi espalda sus bien cebados 80 kilos. Intento aguantar el empujón para no comerme a la chica de delante, y de repente noto el latigazo en los riñones “por favor, no me empujes más que me estás haciendo daño”, “lo siento pero tengo que entrar”, me dice. “No, no lo sientes en absoluto porque sigues cargándote y te repito que me estás haciendo daño”, “pues así son las cosas porque yo también tengo derecho a entrar igual que tú y llevo esperando quince minutos”. Lo sabía, tengo un sexto sentido para calcular el retraso del metro juzgando por el número de personas que están esperándolo, qué pena que sea otra habilidad más que no se valora. “Mira, llevas esperando el mismo tiempo que todos los demás, si eso es excusa es realmente penosa, como has esperado, te vuelves egoísta e insolidaria, y haces lo que te da la gana con toda tu cara dura”. No me dice nada y pone la típica cara de asco de “ya me ha tocado la borde que no se calla”, pero ha valido para algo porque se retira y deja de cargar su peso en mi espalda.

Y llegamos a las paradas de la Casa de Campo. Incluso en estas circunstancias tan desagradables, esas dos paradas me sirven de consuelo, son al aire libre y, si consigues darte la vuelta, puedes ver la neblina a ras de la hierba que convierte el parque en un lugar diferente al de la prostitución de saldo; pasamos por el Parque de Atracciones, por la Escuela de Circo, y a veces veo a los policías entrenando a sus preciosos perros.

En la primera de las paradas veo que está esperando un hombre con el que coincido casi a diario: es un hombre gordito de más o menos mi edad, con unos ojillos azules muy claros que le dan un aspecto aniñado. Cuando le veo pienso “hoy no viajamos juntos”, ¡qué equivocada estoy!

Según abre la puerta me dice directamente “voy a intentar entrar”. “¡No fastidies!”, le digo. Es que no cabía en mi asombro, ¡pero si lo único que nos libraba de salir despedidos eran las paredes del vagón! Pues nada, ahí que va el mozo, empujando con el hombro como si yo fuera un muro de carga. “Por favor, para ya, que me estás haciendo daño”, de verdad que no puedo explicar cómo es el dolor que me da la espalda cuando me cargan cien kilos, es como si se me metiera un clavo entre las vértebras. “Pues tengo que entrar”, y ahí aparece nuevamente en escena la anterior agresora “¡bueno, pues no te imaginas la que me ha montado a mi antes!”, así que me dirijo primero a ella y luego a él: “si te fijas, no estaba hablando contigo, te estás metiendo donde no te importa, y tú (a él), ya que vas a ejercer tu derecho a entrar por narices, puedes hacerlo contra ella que es muy comprensiva y la va la marcha”. Me he ganado al público, ya tengo las risitas y el apoyo de los otros damnificados que me rodean, y la chiquita a la que estoy pegada empieza a darle la bronca al hombre que parece que no va a terminar nunca de acomodar toda su humanidad. A la segunda frase de la chica del tipo “es que os da igual todo, vais a lo vuestro… bla bla” el hombre de los ojillos azules y cara aniñada le grita a la chica “¡qué te calles ya, hombre! ¡Y empieza a hacer ademán de darse la vuelta! Pues ya está, tengamos bronca, me encaro a él y le digo “venga, ahora que ya sabe todo el vagón que eres un mal educado, te vas tranquilizando, ¿vale?”. Me mira intensamente, y creo que se da cuenta de que yo sí que no voy a parar, puedo hacerle el trayecto insoportable, y decide que no valgo la pena.

Su mirada tiene una mezcla de odio y asco. Ya no me parece afable ni agradable, sus ojos azules ya no le dan cara de niño, es un ser subdesarrollado. Ha gritado porque no podía hacer otra cosa, pero le hubiera gustado estar en la cueva, avasallando a los débiles, pegando a sus congéneres Neandertales.

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