El otoño siempre me pilla a contrapié. Me paso medio mes de septiembre mentalizándome para la desaparición de los colores, del sol, de los olores de la brisa veraniega, y da igual que tome complejos vitamínicos, todo parece uniforme y sin personalidad, y no hay nada que me libre de la tristeza.
Y encima llega la lluvia, gris, opresiva e incómoda. La lluvia en la ciudad sólo es soportable si viene en tormentas, de esas con rayos y truenos, esas que las sientes retumbar en el estómago y te hacen sentir pequeñita. Cuando la lluvia es muy fuerte me siento bien, suena de una manera especial si salgo a la terraza, y disfruto de un concierto de percusión en la claraboya de la escalera, me puedo tirar las horas viendo llover así, es algo hipnótico.
Pero aún así es triste. Y lo será aún más en noviembre, cuando ya no haya hojas en los árboles, ni flores, ni color, ni calor; cuando todo parece aséptico, escuálido y neutro. Prefiero mil veces un invierno sin piedad que un otoño sin pasión.
Es la época en la que más vivo en el futuro, siempre animándome a esforzarme con la esperanza de que veré los frutos en la primavera. Transición, eso es lo que significa para mí, nunca espero ningún acontecimiento especial, no muestro interés por ninguna fecha, y eso que las hay y muy importantes. Es una actitud absolutamente borde y totalmente involuntaria la que me lleva a sentir ese vacío sin esperanza en otoño. Es tan absoluto como la alegría que me llena el cuerpo en verano, sin puntos medios.
Afortunadamente, el recuerdo de otros muchos otoños e inviernos me ha enseñado a esperar, a saber que esto pasará, que la vida vuelve, que la tierra renace y que yo volveré a sentir petas-zetas en el pecho a principios de junio.
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